El comienzo de esa travesía en la que el tiempo se dilató de manera casi sobrenatural comenzó un mediodía desde Marrakech, en las profundidades de Marruecos.

Viajamos por más de una hora internándonos en las montañas Atlas.
El Alto Atlas de Marruecos es, un sistema montañoso que recorre todo el noroeste de África, desde Túnez y pasando por Algeria, a lo largo de 2.400 kilómetros.
Separa las costas del mar Mediterráneo y del Atlántico y es uno de los responsables de la sequedad en el desierto del Sahara.
El camino hacia Imlil mostraba paisajes que me recordaban al lugar donde crecí en la Patagonia Argentina, y yo le contaba a Lucas las costumbres de mi tierra de la infancia.

La aridez se mezclaba con pequeños oasis surcados de arroyos, como manchas verdes al costado del camino. Casas de barro o de bloques, grupos de cabras y ovejas.
El taxi nos dejó al pie de una montaña. Encaramos los dos kilómetros subiendo caminos serpenteantes hasta el hospedaje. Las montañas, pedregosas y marrones, me recordaban, una vez más, a aquellas que me rodeaban en el norte neuquino, en la Cordillera de los Andes.

Unas niñas del pueblo caminaron unos metros junto a nosotrxs, llevaban turbantes cubriendo su cabeza y mochilas.
Nos recibió la sonrisa amplia de la mujer que nos abrió la puerta cuando llegamos al riad1, con un niño pequeño colgando de la espalda y vestida con sus ropas típicas bereberes, cubriendo su cabeza. Era la esposa de Hassam, quien llegó con una también gran sonrisa a darnos la bienvenida con un té en el salón de las visitas, diciendo «bienvenidos amigos».

Subimos a conocer la terraza, era enorme y elevada, con baldosas de colores, alfombras de lana también coloridas sobre las cuales se acomodaban almohadones y mesitas bajas. Un ambiente que invitaba a integrarse con las imágenes de las monumentales montañas alrededor nuestro. Se podía ver desde allí gran parte del valle de Asni. Logré contar cinco mezquitas elevándose entre las casas. Allí almorzamos la deliciosa comida tradicional que cocinaron las mujeres de la casa: Tajine[2] de verduras, ensalada marroquí y su rico pan.

Varias veces al día, las mezquitas lanzaban su coro simultáneo llamando a la oración, generando una atmósfera surrealista y teñida de un aire sagrado.
En una caminata exploratoria, perdiéndonos entre senderos recorrimos parte del pueblo. Sus habitantes usaban los típicos trajes bereberes, de lana gruesa con estampados a rallas, largos hasta los tobillos, con capuchas puntiagudas.
Casas de varios pisos prendidas de los riscos, personas a caballo haciendo tareas rurales, una mujer en el interior de una casa hilando lana de oveja con una rueca, canales, sembrados, callecitas laberínticas en las que nos perdíamos sin un rumbo determinado.

Un grupo de niños tocando una especie de silbato, riendo y hablando su lengua materna, con quienes nos entendimos sin palabras. Nos guiaron sin que lo supiéramos y nos hicieron descubrir una cascada. Al preguntarles si hablaban otros idiomas, como el español, dijeron con orgullo «¡nooo! marroquíes». Nos acompañaron y allí nos dejaron.
Recorrimos las calles comerciales, repletas de negocios vendiendo sus trajes, sus alfombras, frutos secos, olivas.

Esa noche la luna llena estaba tan brillante que no dejaba ver las estrellas.
La temperatura descendió muchísimo.
La cena tradicional marroquí fue otra vez deliciosa.
Fue una noche mágica con Lucas en las montañas Atlas, donde el tiempo parecía congelarse o dilatarse, como si las montañas volvieran el mundo más lento.

El día siguiente lo pasamos en esa terraza increíble, con el sol intenso y la vista panorámica del valle, contemplando los picos nevados de las montañas del Atlas, sus casas de varios pisos colgadas de los riscos y la sinfonía mística de las mezquitas que sonó varias veces. Sonidos islámicos.
Hasta que nos fuimos, descendimos esa montaña recorriendo los meandros de senderos, dos mujeres con velos cuchicheando en árabe, casas construidas de manera indescifrable en lugares imposibles, un gallo que cantaba. En nuestro camino, nos cruzamos un grupo de pequeñas niñas, quienes nos pedían chocar las manos mientras se reían. Intercambiamos nombres, los suyos sonaban a personajes de los cuentos de las mil y una noches. Nos entendimos, otra vez, sin palabras, y nos despidieron de Imlil con sus brillantes sonrisas.

Durante el viaje de regreso, nos acompañó el sonido de esa oración monótona cantada en árabe, que sonó inexplicablemete durante más de una hora, taladrándonos la mente.
- Así se les llama a los hospedajes en Marruecos. ↩︎
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